Ningún médico pudo curar al hijo del millonario, hasta que la niñera revisó las almohadas

A la mañana siguiente, Elara comenzó a actuar con una nueva perspectiva.

Se convirtió en una observadora meticulosa, una sombra que registraba cada detalle. Llevaba una pequeña libreta en el bolsillo de su uniforme y anotaba todo:

«8:00 h – Dosis de la mañana. Cóctel A.
8:45 h – Antes de la dosis. Bruno despierto, pálido, pero mentalmente alerta. Nivel de energía: 3/10.
9:30 h – Tras la dosis. Somnolencia extrema, dificultad para mantener los ojos abiertos. Rechaza jugar. Nivel de energía: 1/10.»

Era un patrón claro. Bruno se sentía algo mejor o menos sedado justo antes de cada dosis. Los medicamentos no estaban aliviando los síntomas; los estaban causando.

—Tía Elara… —susurró Bruno esa tarde, mientras ella lo ayudaba a beber agua.
—¿Qué pasa, cariño?
—¿Tú tienes sueño?
—No, amor. ¿Por qué?
—Porque yo sí. Siempre tengo mucho sueño después del remedio, y la barriga me pica.

—¿Se lo has dicho al doctor Ibáñez?
—Sí. Dice que es por la enfermedad.

Elara apretó la mandíbula.

El jueves por la mañana ocurrió algo que cambió el curso de todo. Era el día de cambio de sábanas.

Elara quería hacer una limpieza profunda en la habitación de Bruno desde que llegó, pero Anso insistía en que el personal de limpieza seguía protocolos estrictos y que ella no debía interferir con las rutinas de la casa. Aquel día decidió ignorarlo.

—Bruno, voy a cambiar todas las almohadas y las sábanas. Vamos a dejar todo fresquito —dijo con una alegría que en realidad no sentía.
—Vale, ¿puedo ayudarte?
—Claro. Tu trabajo es vigilar que lo haga bien.

Al retirar las mantas y centrarse en la montaña de almohadas, notó algo raro. Eran de un material sintético pesado y denso. Eran ocho en total. Tomó la primera y notó un olor extraño, el mismo olor químico y antiséptico que impregnaba la habitación, pero más concentrado.

—Qué raro… —murmuró.

Empezó a quitar las fundas, una por una. Cuando llegó a la tercera capa, notó que el peso no era uniforme. Palpó la almohada y sintió algo pequeño y duro en el interior, oculto cerca de la cremallera de la funda interna. El corazón se le detuvo.

Abrió la cremallera.

Allí, cosida dentro del relleno de espuma, había una pequeña bolsita de tela de muselina, igual que una bolsita de té, y en su interior, un polvo blanco fino.

Elara acercó con cuidado la bolsita a la nariz. Era ese olor: un químico, un amargor reconocible por sus prácticas de farmacología.

—Dios mío… no puede ser.

Revisó las otras siete almohadas. Cada una tenía una bolsita idéntica: ocho pequeños sacos con polvo químico colocados estratégicamente para que el niño los inhalara mientras dormía.

Dios mío.

Lo entendió todo al instante. Bruno no estaba enfermo: estaba siendo sedado sistemáticamente. El polvo que inhalaba toda la noche lo dejaba débil, letárgico y somnoliento durante el día. Eso, combinado con medicación innecesaria que le causaba dolor abdominal y confusión, era la fórmula perfecta para mantener a un niño sano con la apariencia de un enfermo crónico.

¿Pero por qué?
¿Quién haría algo así a un niño inocente?

Elara, temblando de rabia y miedo, tomó tres de las bolsitas como prueba y las escondió en el fondo de su bolso. Luego volvió a la habitación de Bruno, cerró las fundas y dejó las almohadas en el suelo, como si estuvieran listas para ser llevadas a la lavandería.

—Bruno, ¿sabes qué? Estas almohadas huelen un poco raro. Voy a traerte otras nuevas del armario de la ropa blanca, ¿vale? Unas que huelan limpio.
—Vale, tía.

Esa tarde, el doctor Ramiro Ibáñez se presentó para su visita semanal. Entró en la habitación y su mirada fue directamente hacia la cama.

—¿Dónde están las almohadas especiales del pequeño Bruno?
—¿Especiales? —repitió Elara, fingiendo inocencia mientras el corazón le latía desbocado—. Las he llevado a la lavandería. Olían un poco a humedad.

El doctor Ibáñez palideció, aunque intentó disimularlo bajo una máscara de indignación.

—¿Que ha hecho qué? Esas almohadas no pueden lavarse. Son ortopédicas, importadas y muy caras. Están diseñadas para su condición… respiratoria.
—Oh, lo siento, doctor. No lo sabía.

—Claro que no lo sabía —soltó él, furioso—. ¿Dónde están ahora?
—En la lavandería, en la bolsa de lavado especial. Puedo pedir que las traigan inmediatamente.

—Hágalo ya. Bruno no puede dormir sin ellas. Es peligroso.

La nerviosidad del médico fue la confirmación definitiva que Elara necesitaba.

—Voy ahora mismo —dijo.

Fue hasta la lavandería, pero no recogió las almohadas; las escondió en el fondo de un armario de limpieza. Quería ver qué pasaba con Bruno si dormía una noche sin ellas. Sustituyó las almohadas manipuladas por cojines normales y limpios del armario.