Ningún médico pudo curar al hijo del millonario, hasta que la niñera revisó las almohadas

La pregunta inocente del niño le rompió el alma. Sabía lo que estaba pasando. Pero ¿cómo probarlo? Necesitaba algo más que su palabra contra la de un médico respetado.

Se sentía atrapada. Prisionera en una jaula de oro, igual que Bruno. Sabía la verdad, pero estaba sola. El doctor Ibáñez manipulaba por completo a Julián Alcoser, y el personal de la casa, en especial Anso Barros, no hacía más que obedecer órdenes, priorizando la rutina por encima del bienestar real del niño.

En los días siguientes, Elara tuvo que fingir. Volvió a ser la cuidadora obediente, administrando las dosis que sabía ahora que eran veneno, aunque intentaba dar lo menos posible sin levantar sospechas, tirando parte del medicamento por el lavabo antes de entrar en la habitación. Pero el daño principal venía de las almohadas, y no podía tocarlas.

Decidió entonces investigar la única pieza del puzzle que le faltaba: el historial médico de Bruno.

El fin de semana, mientras Julián estaba de viaje de negocios en el extranjero y el doctor Ibáñez no aparecía, Elara encontró a Bruno más somnoliento de lo habitual.

—Bruno, cariño —le dijo suavemente mientras jugaban a un juego de memoria en la cama, que Bruno fallaba constantemente por la sedación—, ¿desde cuándo el doctor Ramiro es tu médico?
—Mmm… desde que estaba en la barriga de mamá, creo.
—¿Y nunca has visto a otros médicos? ¿Alguno que te dé golpecitos en la rodilla con un martillo, o un doctor simpático de hospital?

Bruno negó con la cabeza.

—No. Papá dice que el doctor Ramiro es el único que entiende mi enfermedad. Los demás no saben.

—Ya veo —respondió Elara, sintiendo un escalofrío—. Y dime, ¿alguna vez te han hecho fotos de los huesos?
—¿Fotos?
—Sí, como una cámara, pero que ve por dentro. O… ¿has ido alguna vez a un hospital?

La palabra “hospital” provocó una reacción inmediata en el niño. Se encogió entre las almohadas, asustado.

—No. Los hospitales son malos. Son peligrosos para mí. El doctor Ramiro dice que si voy al hospital me puedo morir. Hay muchas bacterias.

Ahora Elara lo tenía claro. Bruno nunca había sido evaluado por nadie más. No había segundo diagnóstico, ni radiografías, ni ecografías, ni análisis de sangre independientes. El doctor Ibáñez no solo se había inventado una enfermedad: había construido toda una realidad médica falsa alrededor del niño, aislándolo por completo del sistema sanitario real.

¿Pero por qué? ¿Por simple ansia de control? ¿Por algún trastorno? No tenía sentido. Debía haber algo más.

La respuesta llegó el lunes. Elara vio la berlina oscura del doctor Ibáñez subir por la entrada. Era una visita no programada. Bruno dormía la siesta, forzada por los sedantes. Elara se puso nerviosa, pero observó que el médico no subió al tercer piso. Fue directamente al despacho de Julián Alcoser, que había regresado de su viaje esa misma mañana.

Elara sabía que esa era su oportunidad. Con el corazón latiéndole fuerte, tomó una bandeja vacía en la cocina, la llenó con dos vasos de agua y se dirigió al ala oeste.

Anso la detuvo en el pasillo.

—¿Qué está haciendo, señorita Giner? El señor Alcoser y el doctor están reunidos.
—Llevo agua —respondió ella con voz neutra.

Anso la miró con recelo.

—No han pedido nada. Déjelo, yo me encargo.
—Solo hago mi trabajo, Anso. Con permiso.

Pasó antes de que él pudiera detenerla.

Se acercó al despacho. La puerta de roble estaba cerrada, pero no del todo; había una rendija de apenas un centímetro. Se oían voces dentro.

Dejó la bandeja en una mesita cercana y se escondió en el hueco de un arco, fingiendo arreglarse el zapato, lo bastante cerca para oír.

Escuchó a Julián suspirar, con un sonido cargado de desesperación.

—Doctor, no lo entiendo. Pensé que con los nuevos medicamentos importados…
La voz del doctor Ibáñez era profunda, falsamente compasiva.
—Julián, tengo que ser honesto contigo. El estado de Bruno se está deteriorando. Los medicamentos ya no son suficientes. Su sistema inmunitario se está colapsando.

Elara tuvo que morderse el labio para no gritar.

—¿Qué… qué significa eso? —preguntó Julián con voz rota.
—Significa que debemos pasar a la siguiente fase. Existen pruebas genéticas especializadas, una nueva tecnología de resonancia magnética de contraste cuántico y una biopsia cardiaca mínimamente invasiva. Son pruebas muy costosas, por supuesto. No se realizan aquí. Hay que enviar las muestras a un laboratorio en Suiza.
—¿Cuánto? No importa cuánto sea —dijo Julián.

Hubo una pausa. Elara contuvo la respiración.

—Estamos hablando de una nueva línea de tratamiento. Las primeras pruebas y la importación del material costarán alrededor de 200.000 €.

Elara sintió que se ahogaba.