Ningún médico pudo curar al hijo del millonario, hasta que la niñera revisó las almohadas

—Está loca. Está despedida. ¡Anso! —gritó hacia el pasillo—. Acompaña a la señorita Giner a la salida.

—No me voy a ir —gritó Elara, y su voz resonó contra el mármol—. Puede echarme si quiere, pero antes tendrá que escucharme. A menos que prefiera seguir viviendo en la mentira que casi mata a su hijo.

Julián se detuvo.

Anso apareció, pero la intensidad de Elara lo dejó paralizado.

—¿Cree que su hijo está enfermo? —continuó ella, avanzando—. Cree que tiene una enfermedad cardíaca e inmunodeficiencia, pero yo le digo que Bruno es un niño sano. Y tengo pruebas.

Sacó de su bolsillo una de las bolsitas de tela.

—Esto estaba cosido dentro de las almohadas “especiales” del doctor Ibáñez. Huélalo. Es un sedante. Polvo de lorazepam. Ha estado drogando a su hijo cada noche durante tres años.

Arrojó la bolsita sobre la mesa de caoba. Julián la miró como si fuera una serpiente.

—Y esto —añadió, sacando la lista— es el cóctel de veneno que usted le paga para que se lo dé todos los días. Un inmunosupresor, un antipsicótico, betabloqueantes… Los síntomas de Bruno no vienen de una enfermedad. Son efectos secundarios de los medicamentos que usted paga para que le administren.

El mundo de Julián empezó a tambalearse. Quería negarlo, pero la convicción en la voz de Elara era aterradora.

—Señor… —dijo Elara, y por primera vez su voz se suavizó—. Yo también perdí a un hermano. Sé lo que es la culpa. Sé que usted se siente responsable de la muerte de su esposa en el parto. Y el doctor Ibáñez lo sabe. Está usando su dolor y su culpa como armas para aislarlo, controlarlo y vaciarle los bolsillos.

—Usted no tiene la culpa de nada. Y su hijo… su hijo no se está muriendo.

Esa frase lo quebró.

—Mi hijo no se está muriendo… ¿Está siendo envenenado? —susurró.
—Sí. Pero podemos salvarlo ahora mismo. Vístalo y llévelo al Hospital Público del Norte. El doctor Héctor Solís nos está esperando. Solo necesita un análisis de sangre. Uno. En una hora sabrá la verdad.

Julián la miró, con los ojos grises llenos de un terror primario: el miedo de que ella tuviera razón… y el miedo de que no la tuviera.

—Lo haré —dijo al fin, con voz irreconocible—. Anso, prepara el Land Cruiser. Y una manta para Bruno.

Quince minutos después, el multimillonario Julián Alcoser salía por la puerta principal con su hijo dormido en brazos, envuelto en una manta, seguido de la joven enfermera que acababa de arriesgarlo todo.

Llegaron al Hospital Público del Norte, un mundo aparte de las clínicas privadas a las que Julián estaba acostumbrado. El doctor Héctor Solís los esperaba en la puerta de urgencias.

—Señor Alcoser —dijo, sin ceremonias—. Soy el doctor Solís. Elara me ha puesto al tanto. Vamos rápido.

Llevaron a Bruno a pediatría. Le hicieron un electrocardiograma.

—Corazón perfecto —murmuró el técnico.

Radiografía de tórax.

—Pulmones limpios, capacidad total —dijo el doctor Solís, mirando la placa.

Por último, la analítica. Extrajeron una pequeña muestra de sangre a Bruno, que ni siquiera se despertó.

—El laboratorio de toxicología lo pondrá como prioridad. Tendremos resultados en una hora —aseguró el doctor Solís.

Esa fue la hora más larga de la vida de Julián. Sentado en una silla de plástico naranja, con su traje de miles de euros arrugado, miraba a su hijo dormir en una camilla bajo la fría luz fluorescente. Elara estaba a su lado, en silencio.

Por fin, el doctor Solís regresó con varias hojas en la mano. Su expresión era grave.

—Señor Alcoser —dijo—, su hijo es un niño de 4 años físicamente sano. Está en el percentil 50. No hay rastro de enfermedad cardíaca. Ningún indicio de inmunodeficiencia. Su recuento de glóbulos blancos es normal.

Julián cerró los ojos, y una lágrima se le escapó.

—Entonces… ¿está sano?
—Está sano —confirmó el doctor—. Pero también está envenenado. Sus resultados toxicológicos son los peores que he visto en un niño. Tiene niveles de lorazepam en sangre equivalentes a los de un adulto tratado por ansiedad grave. Y hemos encontrado restos de tres medicamentos más: un betabloqueante, un antipsicótico y un inmunosupresor. La señorita Giner tenía razón. Si seguía con este “tratamiento”, su hijo no iba a morir de ninguna enfermedad misteriosa, sino de insuficiencia hepática o renal causada por este cóctel.

Julián se tapó la cara con las manos. No sintió alivio, sino una rabia tan pura y fría que le quemaba por dentro. Lo habían engañado. Habían herido a su hijo. Le habían robado cuatro años.

—Doctor, ¿puede darme copias de estos resultados? —preguntó Elara.
—Por supuesto. Y una declaración firmada.

Regresaron a la mansión poco antes del amanecer. Julián llevaba a Bruno en brazos. El niño, libre por primera vez en días de las almohadas envenenadas, dormía de forma profunda y tranquila.

Al entrar, Anso Barros los esperaba en el vestíbulo.

—Señor, ¿todo está bien?
—Anso —dijo Julián, con una calma helada—. Coge todas las almohadas de la habitación de Bruno. Esas “especiales” del doctor Ibáñez. Llévalas al incinerador del jardín y quémalas. Luego, toma todos los medicamentos de su cuarto, cada frasco, cada caja, y entiérralos. Quiero que todo eso haya desaparecido antes de que salga el sol.

Anso palideció.

—Pero, señor, el doctor Ibáñez…
—El doctor Ibáñez es un impostor. Mi hijo está sano.

Aquella mañana, la transformación fue increíble. Bruno se despertó a las 7 sin sedantes y sin la niebla de las drogas. Se sentó en la cama, miró alrededor y saltó al suelo.

Salió corriendo por el pasillo, gritando: