David se echó a reír y vació una caja entera de cereales sobre la alfombra.
La mayoría de las niñeras habría gritado, suplicado o se habría marchado. Naomi no hizo nada de eso. Ajustó su pañuelo, se arrodilló y comenzó tranquilamente a recoger los juguetes.
Los trillizos parpadearon, desconcertados.
—¡Eh! ¡Se supone que tienes que detenernos! —protestó Daniel.
Naomi lo miró con calma.
—Los niños no se detienen cuando se les grita. Se detienen cuando nadie juega su juego. —Luego volvió a su quehacer.
Desde el balcón, Ethan Carter, con los brazos cruzados, observaba. Había visto a tantas mujeres derrumbarse en esa sala. Pero algo en Naomi —su silencio, su paciencia— lo hizo dudar.
Y justo cuando los niños preparaban una nueva ola de caos, Naomi pronunció unas palabras que nadie les había dicho jamás:
—No estoy aquí para pelear con ustedes. Estoy aquí para amarlos.
Por primera vez, los trillizos se quedaron inmóviles.
Ninguna niñera había sobrevivido ni un solo día con los trillizos del millonario… Hasta que llegó una mujer negra e hizo lo que ninguna otra había logrado