Esa mañana transcurrió como tantas otras. Emma Parker, de 29 años, contadora residente en Austin, Texas, se movía afanosamente por su cálida y soleada cocina, preparando el desayuno para su esposo antes de ir a la oficina. Siempre era madrugadora: cocinaba, planchaba, ordenaba, se aseguraba de que todo estuviera en orden, antes de agarrar su bolso y salir corriendo por la puerta.
Su esposo, Jason, tenía un pequeño negocio en el centro.
Últimamente, sin embargo, algo había cambiado. Se había vuelto distante: distraído, siempre con prisa, se saltaba comidas y murmuraba excusas sobre “reuniones tempranas”. Emma sintió un leve pinchazo, pero se repetía a sí misma:
Solo está bajo presión. El negocio debe estar pasando factura.
Esa mañana, las calles estaban inusualmente congestionadas. Mientras Emma esperaba en el semáforo en rojo de Congress Avenue, una repentina oleada de pánico la invadió.
¡La estufa!
El corazón le dio un vuelco. Repasó la mañana en su mente: friendo huevos, el teléfono vibrando con la llamada de un cliente, terminando la conversación, cogiendo el bolso y saliendo. ¿Pero había apagado la estufa?
El corazón le latía con fuerza. Sin pensarlo, dio un giro brusco, ignorando las bocinas que la acompañaban. «Si algo se incendia… si la casa explota… ¿qué pasa con los vecinos?». Su mente corría mientras corría por las calles.
Cuando Emma finalmente llegó a casa, le temblaban las manos mientras forcejeaba con el pestillo de la verja.
Algo no iba bien en cuanto pisó el porche.
La puerta principal estaba cerrada, pero un tenue resplandor se filtraba por debajo de la puerta del dormitorio: suave, parpadeante, como la luz de una vela.
Eso no estaba bien. Jason ya debería haberse ido a trabajar.