El hombre, impulsado por el instinto de supervivencia y la determinación en los ojos de la pequeña, hizo un esfuerzo titánico y logró ponerse de pie, tambaleándose peligrosamente. Valentina se colocó bajo su brazo sirviendo de muleta humana y comenzaron a caminar lentamente a través del laberinto de desechos.
Cada paso era una victoria contra la gravedad y el dolor, mientras las sombras se alargaban aún más, amenazando con engullirlos por completo. La niña guiaba al desconocido por senderos ocultos que solo ella conocía, evitando las rutas principales donde los ojos malintencionados podrían estar acechando. Durante el trayecto, el silencio entre ambos solo era roto por la respiración agitada del hombre y el crujir de la basura bajo sus pies.
¿Cómo te llamas, pequeña? Preguntó él en un susurro, tratando de anclarse a alguna realidad mientras su memoria le fallaba estrepitosamente. “Me llamo Valentina”, respondió ella sin dejar de mirar el camino, atenta a cualquier ruido extraño que pudiera indicar peligro. “Gracias, Valentina”, murmuró el hombre sintiendo una oleada de emoción al darse cuenta de que su vida dependía enteramente de aquella criatura frágil.
Ella no respondió, concentrada en llevarlo a salvo hasta el único lugar donde sabía que encontrarían refugio, aunque temía la reacción de su abuela. Al llegar a los límites del vertedero, las luces de la ciudad comenzaban a encenderse a lo lejos, como estrellas inalcanzables para quienes vivían en la periferia olvidada. El hombre se detuvo un momento mirando su propia ropa rasgada y el reloj en su muñeca como si fueran objetos pertenecientes a un extraño.
¿Crees que soy un criminal? le preguntó a la niña atormentado por la posibilidad de que suesia escondiera un pasado oscuro. Valentina lo miró a los ojos, esos ojos verdes llenos de confusión, y negó con la cabeza con una certeza intuitiva. “Los criminales no tienen miedo en la mirada, señor, y usted está aterrorizado, así que debe ser una buena persona en problemas.
” Continuaron su marcha hacia las calles de tierra compactada donde se alzaban las casas humildes hechas de láminas y madera. Los perros ladraban a su paso y algunas cortinas se movían discretamente, revelando la curiosidad de los vecinos ante la extraña pareja. Valentina apretó el paso, sintiendo el peso del hombre cada vez más insoportable sobre sus hombros, pero negándose a dejarlo caer.
Sabía que su abuela Rosita se enfadaría por traer a un extraño, especialmente uno que podría traer problemas, pero no había otra opción. La caridad era un lujo que no podían permitirse, pero la humanidad era algo a lo que no estaban dispuestas a renunciar. Finalmente llegaron a una pequeña casa al final de un callejón sin salida, donde una luz cálida se filtraba por las rendijas de la puerta de madera.
Valentina empujó la puerta con cuidado, anunciando su llegada con voz suave para no asustar a su abuela enferma. “Abuela, soy yo. Traje a alguien que necesita ayuda”, dijo mientras ayudaba al hombre a cruzar el umbral hacia la seguridad relativa del hogar. Rosita, que estaba sentada en una silla vieja remendando ropa, levantó la vista y sus ojos se abrieron con sorpresa y alarma.
¿Qué has hecho, muchacha?, exclamó la anciana, levantándose con dificultad y acercándose a ellos con paso lento pero firme. El hombre, agotado por el esfuerzo, se dejó caer en el pequeño sofá desgastado que ocupaba gran parte de la sala principal. Rosita lo examinó con una mirada crítica, notando la calidad de la tela de su traje arruinado y el reloj costoso que llevaba.
¿Quién es este hombre y por qué lo has traído a nuestra casa, Valentina? Inquirió la abuela con un tono severo, aunque sus manos ya buscaban un trapo limpio. Lo encontré en el basurero. Abuela, estaba herido y no recuerda nada. No podíamos dejarlo morir allí, explicó la niña con súplica en la voz. Rosita suspiró profundamente, dividida entre la prudencia necesaria para sobrevivir y la compasión que siempre había guiado su vida.
No tenemos comida ni para nosotras y ahora traes una boca más que alimentar, refunfuñó Rosita, aunque ya estaba calentando agua en la pequeña estufa. Se acercó al desconocido y comenzó a limpiar la herida de su cabeza con movimientos suaves y expertos adquiridos tras años de cuidar a los suyos. El hombre hizo una mueca de dolor, pero se mantuvo quieto, observando a las dos mujeres con una gratitud silenciosa.
“Señora, le prometo que en cuanto recuerde quién soy, les pagaré por todo esto.” dijo él con voz débil. Rosita soltó una risa seca y amarga, negando con la cabeza mientras continuaba su labor de enfermera improvisada. Las promesas de los ricos no valen nada aquí, señor, y usted tiene pinta de ser muy rico o de tener muchos problemas, sentenció la anciana.
Valentina se sentó a los pies del hombre mirándolo con curiosidad, preguntándose qué clase de vida habría tenido antes de terminar en su mundo. La noche cayó por completo sobre la colonia, envolviendo la casa en un silencio que solo era roto por el viento que golpeaba las láminas del techo.
El hombre miró sus manos suaves y sin callos, tan diferentes a las manos trabajadoras de Rosita y Valentina. Se sentía un intruso en su propia piel, un fantasma que había aterrizado en una realidad ajena y dura. ¿Tiene hambre? preguntó Valentina de repente, rompiendo el hilo de pensamientos oscuros del desconocido. Él asintió levemente, dándose cuenta de que su estómago rugía con una ferocidad que no recordaba haber sentido antes.
Rosita sirvió tres platos con una pequeña porción de frijoles y unas tortillas hechas a mano, poniendo la mejor parte frente al invitado. comieron en silencio, un silencio que no era incómodo, sino cargado de una solemnidad compartida ante la escasez. El hombre saboreó cada bocado como si fuera el manjar más exquisito, descubriendo el valor real de la comida.
Después de la cena, Rosita le indicó que podía dormir en el sofá proporcionándole una manta vieja pero limpia que olía a jabón de lavandería. Mañana veremos qué hacemos con usted, pero por hoy está seguro aquí”, dijo la abuela apagando la luz principal. Valentina se despidió con una sonrisa tímida y desapareció tras una cortina que separaba su catre de la sala.
El hombre se quedó solo en la oscuridad escuchando los sonidos nocturnos de la casa y del barrio. Intentó forzar su mente para recordar un nombre, una cara, una dirección, pero solo encontró un vacío aterrador y oscuro. Se tocó el reloj una vez más, buscando alguna pista en el metal frío y sus dedos rozaron un pequeño botón lateral por accidente.
Una voz digital suave y femenina emergió del aparato para Mateo, con todo mi amor, Mariela. El nombre Mateo resonó en su cabeza provocando un eco de familiaridad, pero Mariela le causó una sensación extraña en el pecho. Era el Mateo. ¿Y quién era Mariela? ¿Por qué si lo amaba? Él había terminado tirado en un basurero. Las preguntas giraban en su mente como un torbellino, impidiéndole conciliar el sueño a pesar del agotamiento físico extremo.
Miró hacia donde dormían Valentina y Rosita, sintiendo una extraña conexión con esas dos desconocidas que le habían salvado la vida sin pedir nada. Se prometió a sí mismo que, sin importar quién fuera en realidad, no les causaría daño y haría lo posible por recompensarlas. Con ese pensamiento final, el hombre que ahora creía llamarse Mateo se dejó vencer por el sueño, mientras afuera la luna iluminaba el vertedero, que había sido su tumba y su renacimiento.
La luz del amanecer se filtraba por las rendijas de las paredes de madera, despertando a Mateo con una sensación de desubicación total. Tardó unos segundos en recordar dónde estaba y porque su cuerpo le dolía como si hubiera sido golpeado por un camión de carga. se incorporó en el sofá, notando que Rosita ya estaba despierta y trajinando en la pequeña cocina, preparando un café que olía a tierra y canela.
Valentina apareció poco después con el cabello alborotado y una energía que parecía desafiar la pobreza que la rodeaba. Buenos días, Mateo”, dijo la niña con naturalidad, probando el nombre que él había descubierto la noche anterior. Rosita se volvió hacia él con una taza humeante en la mano y una expresión indescifrable en su rostro arrugado por los años.
“¿Así que se llama Mateo?”, preguntó ella entregándole el café con un gesto brusco pero amable. “Eso creo, señora.” El reloj dijo ese nombre”, respondió él, sintiéndose un poco ridículo al basar su identidad en una grabación. La anciana asintió y se sentó frente a él cruzando los brazos sobre el pecho. “Mire, Mateo, no podemos mantenerlo aquí por mucho tiempo.
La gente empieza a hablar y no quiero problemas para mi nieta.” Mateo asintió, comprendiendo perfectamente la posición de la mujer y sintiéndose culpable por ser una carga para ellas. Lo entiendo, Rosita. Intentaré irme hoy mismo. Solo necesito saber hacia dónde queda el centro de la ciudad, dijo él intentando ponerse de pie.
Sin embargo, en cuanto lo intentó, un mareo intenso lo obligó a sentarse de golpe y el mundo giró a su alrededor vertiginosamente. Rosita chasqueó la lengua y se acercó para ponerle una mano fresca en la frente, diagnosticando la situación al instante. Usted no va a ninguna parte así. Está débil y esa herida podría infectarse si sale a la calle ahora.
Valentina miró a su abuela con ojos suplicantes, sabiendo que en el fondo Rosita no era capaz de echar a nadie en ese estado. “¿Puede ayudarnos en la casa, abuela, o en la huerta? Así se gana su comida.” Sugirió la niña con astucia. Mateo miró sus manos suaves de nuevo y luego miró a las dos mujeres sintiendo una determinación hacer en su interior. Haré lo que sea necesario.
No quiero ser un parásito. Aprenderé a hacer lo que ustedes necesiten. Prometió con firmeza. Rosita lo miró fijamente durante unos segundos eternos, evaluando la sinceridad en sus ojos verdes antes de soltar un suspiro de resignación. Está bien, se queda unos días más, pero tendrá que trabajar”, sentenció la abuela señalando hacia el pequeño patio trasero.