Ese día, Mateo descubrió que la vida en la pobreza era un trabajo de tiempo completo, una lucha constante contra la carencia. Aprendió a sacar agua del pozo, una tarea que le dejó los brazos temblando y las manos doloridas en cuestión de minutos. Valentina se reía amablemente de su torpeza, guiándolo con paciencia y mostrándole los trucos para no lastimarse la espalda.
A pesar del dolor físico, Mateo sintió una extraña satisfacción al ver el cubo lleno de agua, un logro tangible y real. Por la tarde, mientras Rosita descansaba, Valentina llevó a Mateo a la pequeña huerta que cultivaban en el escaso terreno disponible detrás de la casa.
le enseñó a diferenciar las malas hierbas de las hortalizas, hablándole de las plantas como si fueran personas con personalidad propia. Esta es la hierbabuena, es buena para el dolor de panza. Y estos son los tomates, pero todavía están verdes”, explicaba ella con entusiasmo. Mateo escuchaba fascinado, dándose cuenta de que aquella niña poseía una sabiduría que no se encontraba en los libros ni en las escuelas. Se preguntó si él tenía hijos.
si alguna vez había compartido un momento así con alguien, pero su memoria seguía siendo un muro impenetrable. La noche llegó de nuevo y con ella una conversación más íntima alrededor de la mesa coja de la cocina. “¿No recuerda nada de su familia?”, preguntó Rosita, observándolo mientras él comía con un apetito voraz.
Solo tengo sensaciones, miedos, como si estuviera huyendo de algo oscuro”, confesó Mateo, bajando la mirada hacia su plato. “A veces es mejor no recordar”, dijo Rosita con un tono melancólico. “El pasado puede ser una carga muy pesada.
” Valentina intervino, pero debe tener a alguien que lo busque, alguien que lo quiera, como Mariela. La mención del nombre Mariela provocó un escalofrío en Mateo, una mezcla de anhelo y una repulsión inexplicable que no lograba decifrar. ¿Quién será ella?, se preguntó en voz alta, girando el reloj en su muñeca, tentado a venderlo, pero retenido por Valentina. No lo venda todavía”, le había dicho la niña.
Es su única conexión con quien era antes. Podría arrepentirse. Mateo admiraba la claridad mental de Valentina, su capacidad para ver más allá de la necesidad inmediata, a diferencia del que se sentía perdido. “Quizás Mariela es la razón por la que estoy aquí”, murmuró y un silencio pesado cayó sobre la mesa. Al día siguiente, un vecino pasó por la casa y miró a Mateo con desconfianza, susurrando algo al oído de Rosita antes de irse.
“Dicen que hay hombres preguntando por un desaparecido en la colonia de al lado”, le informó Rosita con el rostro pálido. Mateo sintió que el corazón se le detenía. El miedo instintivo que había sentido al despertar se materializó en una amenaza real. “¿Debería entregarme? Quizás es mi familia buscándome”, sugirió él, aunque cada fibra de su ser le gritaba que no lo hiciera. Si fueran su familia, habrían ido a la policía.
No estarían preguntando en los callejones, razonó Rosita con su astucia habitual. Decidieron que Mateo no saldría de la casa durante el día, manteniéndose oculto en el patio trasero o dentro de la vivienda. El encierro forzado le dio tiempo para observar la dinámica entre abuela y nieta. el amor incondicional que se profesaban. Veía como Valentina cuidaba de Rosita, asegurándose de que tomara sus medicinas y como Rosita se sacrificaba para darle lo mejor a la niña.
Era una riqueza que no tenía nada que ver con el dinero, una lealtad que Mateo sospechaba no haber conocido en su vida anterior. “Ustedes son millonarias y no lo saben”, les dijo una tarde provocando la risa de Valentina. Los millonarios tienen piscinas y coches, nosotras tenemos goteras”, respondió la niña riendo, pero Mateo negó con la cabeza seriamente.
“Tienen algo que no se puede comprar. Se tienen la una a la otra de verdad.” Rosita lo miró desde su silla y por primera vez Mateo vio una sonrisa genuina en el rostro de la anciana. “Usted aprende rápido, Mateo, para ser un hombre que ha olvidado todo.” Le dijo ella con aprobación.
Esa noche, Mateo durmió un poco mejor, sintiéndose menos como un extraño y más como un protector en deuda. Sin embargo, sus sueños fueron invadidos por imágenes fragmentadas, una oficina de cristal, gritos, una copa con sabor amargo. Se despertó sudando con el nombre Mauricio en la punta de la lengua y una sensación de traición quemándole el pecho.
se levantó y fue a beber agua, mirando por la ventana hacia la calle oscura y solitaria. sabía que su tiempo allí era limitado, que el pasado venía a buscarlo y que traía consigo una tormenta. Pero también sabía que por primera vez en mucho tiempo tenía algo valioso que defender. Al amanecer del tercer día, Mateo se ofreció a reparar el techo de lámina que goteaba, queriendo ser útil a pesar del riesgo de ser visto.
Mientras martillaba con cuidado, escuchó una conversación en la calle que lo heló hasta los huesos. Eran voces de hombres educadas pero amenazantes, preguntando por un hombre con un reloj dorado. Mateo se aplastó contra el techo, conteniendo la respiración, rezando para que no entraran en la casa. Valentina salió al patio y con una naturalidad pasmosa, comenzó a cantar una canción infantil, cubriendo cualquier ruido que él pudiera haber hecho. Cuando los hombres se alejaron, Mateo bajó temblando, no de miedo por él. sino por
lo que podría pasarles a ella si lo encontraban allí. “Tengo que irme, no puedo ponerlas en peligro”, le dijo a Rosita en cuanto entró a la cocina. “Ya es tarde para eso, muchacho. Si se va ahora, lo atraparán en la esquina”, respondió ella con calma. “Nos quedaremos quietos y esperaremos a que pase el peligro. Somos invisibles para gente como ellos.
” Mateo se maravilló de la valentía de esas mujeres, una valentía forjada en la adversidad diaria. Esa tarde la atmósfera en la casa cambió. Ya no eran solo anfitrionas y huésped, eran cómplices en un secreto peligroso. Mateo les contó lo poco que había recordado en su sueño, la oficina, la discusión, el sabor amargo.
“¿Cree que alguien le hizo daño a propósito?”, preguntó Valentina con los ojos muy abiertos. Estoy casi seguro, Valentina, y creo que fue alguien en quien confiaba, admitió el condolor. La revelación unió aún más al extraño trío, creando un lazo invisible, pero indestructible frente a la amenaza exterior. Los días se convirtieron en semanas y una rutina peculiar se estableció en la pequeña casa de lámina y madera.
Mateo, a quien ya los vecinos comenzaban a llamar el primo lejano gracias a una historia inventada por Rosita. se había transformado físicamente. Su piel pálida se había bronceado bajo el sol inclemente y sus manos habían desarrollado callos donde antes solo había suavidad.
Trabajaba la tierra con una dedicación casi religiosa, encontrando en el crecimiento de las plantas una metáfora de su propia reconstrucción personal. Valentina era su sombra y su maestra, enseñándole a negociar en el mercado y a encontrar tesoros en lo que otros desechaban.
Mira, Mateo, este cobre vale más si le quitamos el plástico”, le explicaba ella una tarde, sentados en el suelo del patio, rodeados de cables viejos. Él sonreía, maravillado por la inteligencia práctica de la niña, y seguía sus instrucciones al pie de la letra. Había descubierto que el trabajo manual tenía un efecto terapéutico en su mente fragmentada, calmando la ansiedad que lo asaltaba por las noches.
La relación con Rosita también había evolucionado. Ya no había desconfianza, sino un respeto mutuo y silencioso. Ella le preparaba remedios caseros para sus dolores musculares y él reparaba cada rincón de la casa que necesitaba atención. Sin embargo, la amenaza de los hombres de traje seguía latente, como una nube negra que se negaba a disiparse del horizonte.
Mateo evitaba salir a las calles principales y siempre llevaba una gorra vieja que Valentina le había conseguido para ocultar sus rasgos. A veces sentía la tentación de recuperar su vida anterior, de buscar respuestas, pero el miedo a perder la paz que había encontrado lo detenía. ¿Extrañas tu otra vida?, le preguntó Valentina un día mientras regaban los tomates que ya comenzaban a enrojecer.
No se puede extrañar lo que no se recuerda, Valentina, pero extraño la sensación de saber quién soy,”, respondió él reflexivamente. Una tarde, mientras ayudaba a Rosita a desgranar maíz, la anciana sufrió un pequeño mareo que alarmó a Mateo profundamente. “¿Está tomando sus medicinas, Rosita?”, le preguntó sosteniéndola del brazo con preocupación evidente. “Cuestan mucho dinero, hijo.
Prefiero que comamos bien a gastar en pastillas”, admitió ella con una honestidad brutal. Mateo sintió una punzada de culpa y frustración. tenía un reloj que valía miles en la muñeca, pero no podía venderlo sin arriesgarse a ser descubierto. Esa noche prometió encontrar una manera de ayudar sin exponerlas, aunque no sabía cómo. La conexión con Valentina se hacía más fuerte cada día.
Ella le contaba sobre sus padres que la abandonaron y él inventaba cuentos fantásticos para ella antes de dormir. Se había convertido en la figura paterna que la niña nunca tuvo y ella en la hija que él sentía haber perdido en algún lugar de su memoria.
“Cuando recupere mi dinero, te compraré todos los libros del mundo”, le prometió una noche. “Prefiero que te quedes aquí y me cuentes las historias tú mismo,”, respondió ella, dejándolo sin palabras. El amor que crecía en esa casa era palpable, un escudo contra la miseria exterior. Pero el mundo exterior tenía formas crueles de invadir su refugio.
Una mañana, Mateo vio a uno de los hombres de traje hablando con el tendero de la esquina. reconoció el perfil afilado y la postura arrogante. Era uno de los seguridad de su antigua empresa, un recuerdo que golpeó su mente como un rayo. Corrió adentro con el corazón latiendo, desbocado y alertó a Rosita y Valentina para que se escondieran. Pasaron horas en silencio con las luces apagadas, escuchando los pasos ajenos acercarse y luego alejarse.
El miedo en los ojos de Valentina encendió una furia fría en Mateo. No permitiría que nadie les hiciera daño. “Tengo que irme, Rosita. Estoy poniendo un blanco en sus espaldas”, susurró él cuando el peligro pareció pasar. “Si te vas ahora, te matarán y nadie sabrán nunca qué pasó”, replicó ella con firmeza inquebrantable.
Aquí te cuidamos y tú nos cuidas a nosotras. Eso es lo que hace la familia. La palabra familia resonó en el aire, sellando un pacto que iba más allá de la sangre. Mateo aceptó quedarse, pero comenzó a planear una estrategia, no de huida, sino de defensa. Empezó a anotar en un cuaderno viejo todo lo que recordaba, fragmentos de números, nombres, contraseñas que aparecían en su mente como destellos.
“Constructora Romero”, escribió un día y el nombre le provocó un dolor de cabeza cegador, pero también una certeza. Esa es mi empresa”, le dijo a Valentina mostrándole el papel con manos temblorosas. “Entonces eres el jefe”, dijo ella con los ojos muy abiertos. “Con razón mandas tan mal en la huerta.” Ambos rieron.
Una risa nerviosa que liberó un poco de la tensión acumulada. La salud de Rosita, sin embargo, continuaba deteriorándose sutilmente a pesar de los esfuerzos de Mateo por mejorar su alimentación con lo que cosechaban. Una tos persistente la aquejaba por las noches y Mateo pasaba horas despierto vigilando su sueño con preocupación.
Se dio cuenta de que el tiempo se agotaba no solo por sus perseguidores, sino por la fragilidad de la vida de la mujer que lo había acogido. Decidió que arriesgaría su libertad para conseguirle un médico de verdad, costara lo que costara. Un día, mientras trabajaban en la recolección de cartón, Valentina encontró un periódico viejo y se lo mostró a Mateo con urgencia. En la página de sociales había una foto de una mujer elegante y un hombre sonriente bajo el titular empresarios lamentan desaparición de socio. Mateo miró la foto y sintió náuseas.
Eran Mariela y Mauricio, y sus sonrisas parecían máscaras de depredadores. Ellos son, dijo con voz helada, mi esposa y mi mejor amigo. Valentina tocó su mano. Son malos, preguntó. Son peores que malos, Valentina. Son traidores. La revelación trajo consigo una mezcla de ira y claridad. Ahora sabía quién era el enemigo y por qué lo buscaban. No querían que regresara.
Querían asegurarse de que nunca lo hiciera para quedarse con todo lo que era suyo. Mateo miró a Valentina, tan pequeña y vulnerable, y juró que recuperaría su poder, no por el dinero, sino para protegerla. “Vamos a preparar una sorpresa para ellos”, le dijo a la niña con una determinación nueva en su mirada.
Pero antes de que pudiera poner en marcha cualquier plan, la tragedia golpeó la puerta de la casa humilde. Rosita colapsó en la cocina, llevándose la mano al pecho y cayendo al suelo con un golpe seco. Mateo y Valentina corrieron hacia ella, gritando su nombre, pero la anciana no respondía. El pánico se apoderó de la escena, borrando cualquier pensamiento sobre conspiraciones o empresas.
En ese momento solo existía la vida de Rosita pendiendo de un hilo. Mateo cargó a Rosita en sus brazos, sin importarle quién pudiera verlo en la calle, y corrió hacia la avenida principal buscando ayuda. Valentina corría a su lado llorando y sosteniendo la mano fría de su abuela.
Un taxi se detuvo ante la desesperación del hombre y el conductor, viendo la emergencia accedió a llevarlos al hospital más cercano. Durante el trayecto, Mateo le susurraba promesas a Rosita. Resista, por favor, no nos dejes solos. Ahora llegaron a urgencias y Mateo exigió atención con una autoridad que había olvidado que poseía, una autoridad de alguien acostumbrado a mandar.
Los médicos se llevaron a Rosita en una camilla, dejando a Mateo y Valentina solos en la fría sala de espera. La niña se abrazó a él temblando de miedo y Mateo la envolvió en sus brazos, sintiendo su propio corazón romperse. “Todo va a estar bien, pequeña, te lo prometo”, dijo, aunque no estaba seguro de poder cumplir esa promesa. noche. Sentado en la silla de plástico del hospital, Mateo comprendió que su vida anterior ya no importaba si no podía salvar a las personas que amaba ahora.