El viaje hacia la periferia fue una experiencia cultural para Renata, que miraba por la ventana con una mezcla de curiosidad y horror ante la pobreza. Cuando llegaron a la casa de Rosita, la niña y la anciana estaban en el patio. Valentina corrió hacia el coche al ver a Mateo y él la levantó en brazos girando con ella.
“Cumpliste tu promesa”, gritó ella, feliz. Mateo bajó a Valentina y presentó a las dos niñas. Valentina, ella es Renata, mi hija. Renata, ella es Valentina, mi otra hija. El encuentro fue tímido al principio. Renata se sentía fuera de lugar con su ropa de marca y Valentina la observaba con curiosidad franca. ¿Eres rica?, preguntó Valentina directamente. Renata se sonrojó.
Supongo que sí. Valentina asintió. Eso no importa. Lo importante es si eres divertida. La simplicidad de Valentina rompió el hielo y pronto las dos estaban sentadas en el suelo hablando sobre sus vidas tan diferentes pero ahora entrelazadas. Rosita observaba la escena desde su silla con una sonrisa de satisfacción.
Mateo se sentó a su lado y le tomó la mano. “Gracias por devolverme a mi hija”, le susurró. Usted se salvó solo, Mateo. Solo necesitaba un empujón”, respondió ella. La cena esa noche fue una mezcla extraña de mundos. Comieron pizza que Mateo mandó traer y frijoles de Rosita, celebrando la unión de una familia improbable.
Pero Mateo sabía que el camino no sería fácil. Tenía que reconstruir su empresa, lidiar con el divorcio y sanar las heridas emocionales de Renata. Sin embargo, al ver a su hija reír con Valentina, supo que tenía la fuerza necesaria. Había pagado un precio alto por la verdad, perdiendo su inocencia y su confianza ciega, pero había ganado una visión clara de lo que realmente importaba y esa verdad no tenía precio.
La integración de Renata en el mundo de Valentina no fue un cuento de hadas instantáneo, fue un proceso lleno de choques culturales y aprendizajes dolorosos. La primera vez que Renata intentó usar la letrina exterior de la casa de Rosita salió pálida y casi llorando, lo que provocó una risita disimulada de Valentina. Mateo tuvo que intervenir explicando a su hija mayor que la comodidad no era un derecho universal, sino un privilegio.
“Aquí no hay agua corriente todo el tiempo, Renata, hay que cuidarla”, le reprendió suavemente cuando ella dejó el grifo abierto demasiado tiempo. Por otro lado, Valentina visitó la mansión de Mateo un fin de semana y se sintió abrumada por el espacio y el silencio. ¿Por qué tienen tantas habitaciones y solo son dos personas? preguntó recorriendo los pasillos vacíos.
“Para tener espacio, respondió Renata dándose cuenta de lo absurdo que sonaba. Valentina se sentía sola en esa casa inmensa, extrañando el calor y el ruido constante de su barrio. Sin embargo, la piscina fue un punto de encuentro. Allí, en el agua, las diferencias sociales se diluían y solo eran dos niñas jugando.
La escuela fue otro tema de conflicto y crecimiento. Renata, que iba a un colegio privado de élite, comenzó a ayudar a Valentina con sus tareas de la escuela pública. Se horrorizó al ver los libros desgastados y el nivel académico inferior y le exigió a su padre que hiciera algo. Ella es muy lista. Papá se aburre en esa escuela.
argumentó Renata con pasión. Mateo, orgulloso de la defensa de su hija, decidió pagar una beca para Valentina en una mejor escuela. Aunque Rosita se opuso al principio por orgullo. No es caridad, Rosita, es justicia, le dijo Mateo. Valentina tiene un don y es nuestra responsabilidad cultivarlo.
Finalmente, la abuela aceptó y Valentina comenzó a asistir a un colegio privado donde enfrentó el rechazo de algunos compañeros ricos. Renata se convirtió en su feroz protectora, enfrentándose a sus propias amigas elitistas. Si se meten con ella, se meten conmigo”, declaró Renata en la cafetería, sellando su lealtad públicamente y perdiendo algunas amistades superficiales en el proceso.
Mientras tanto, Mateo luchaba por limpiar su empresa de la corrupción de Mauricio. Descubrió que su socio había estado lavando dinero y que la situación financiera era precaria. tuvo que despedir gente y reestructurar todo, trabajando jornadas largas que lo dejaban exhausto. Pero a diferencia de antes, ahora llegaba a casa, a veces a la mansión, a veces a la casa de Rosita y desconectaba el teléfono para cenar con su familia.
Había aprendido que el éxito empresarial no servía de nada si llegaba a una casa vacía. Un día, Renata llegó a la casa de Rosita con una bolsa de ropa de marca que ya no usaba. Toma, para que te veas bonita”, le dijo a Valentina con buena intención, pero poco tacto. Valentina miró la ropa y luego a Renata.
Gracias, pero no necesito vestirme como tú para ser bonita y esta ropa no sirve para jugar en la tierra. Renata se sintió rechazada y herida sin entender la lección. Rosita intervino con sabiduría. Hija, el regalo debe gustarle a quien lo recibe, no a quien lo da. Esa tarde, Valentina le enseñó a Renata a hacer muñecas con retazos de tela vieja.
Al principio, Renata miraba los materiales con desdén, pero pronto se vio inmersa en la creatividad de hacer algo con sus propias manos. Cuando terminaron, Renata miraba a su muñeca chueca con más orgullo que a cualquiera de sus juguetes caros. “La hice yo”, dijo sonriendo. “Ves, eso tiene más valor”, señaló Valentina. Fue un momento de epifanía para la adolescente rica. El valor del esfuerzo y la creación.
La relación entre las dos niñas se profundizó cuando Renata tuvo su primer desamor. Un chico de su escuela la rechazó y ella se refugió en la casa de Rosita, llorando desconsoladamente. Valentina, que nunca había tenido novio, la escuchó y le ofreció consejos prácticos y directos. Si no te quiere, es un tonto y tú no tienes tiempo para tontos”, le dijo mientras le daba un trozo de pan dulce.
Renata se ríó entre lágrimas, dándose cuenta de que la honestidad brutal de Valentina era el mejor remedio. Mateo observaba estos intercambios con el corazón lleno. Veía como sus dos mundos, antes irreconciliables, se tejían en una nueva realidad. invitó a Rosita a cenar a la mansión enviando un coche por ella.
La anciana llegó con su mejor vestido, sencillo y limpio, y se sentó a la cabecera de la mesa con una dignidad que ninguna mujer de sociedad podría igualar. Trató al personal de servicio con un respeto que avergonzó a Renata por sus propias actitudes pasadas, enseñándole otra lección sin decir una palabra. Sin embargo, no todo era armonía.
Mariela, viviendo en un apartamento pequeño y trabajando como vendedora, comenzó a llamar a Renata llorando, culpando a Mateo de su desgracia. Renata se sentía dividida, culpable por disfrutar de su nueva vida mientras su madre sufría. “Tienes que verla”, le aconsejó Valentina sorprendentemente. “¿Por qué? Ella fue mala con tu papá”, dijo Renata. “Porque es tu mamá y todos merecen una segunda oportunidad.
Si de verdad quieren cambiar, respondió la niña sabia. Renata decidió visitar a su madre, encontrándola en un estado deplorable, rodeada de cajas sin desempaquetar y amargura. La confrontación fue dura. Renata le dijo que no podía seguir culpando a los demás y que tenía que asumir su responsabilidad.
Mariela, golpeada por la madurez de su hija, se dio cuenta de que había perdido el control sobre ella. Fue el inicio del verdadero cambio para Mariela, impulsado por la vergüenza y el deseo de recuperar el respeto de su hija. El capítulo cerró con una fiesta de cumpleaños compartida. Valentina cumplía nueve y Renata 16. Mateo organizó una fiesta en el jardín de la mansión, pero con comida casera hecha por Rosita y juegos tradicionales.