Regresó millonario doce años después para humillar a su ex, pero al ver a sus hijas y la casa en ruinas, su mundo se derrumbó.

Eduardo Ramírez aparcó el lujoso coche —un sedán oscuro que relucía bajo el sol andaluz— frente a lo que antaño fue una casa respetable, a las afueras de un pequeño pueblo blanco cerca de Sevilla. Doce años después, las paredes desmoronadas, la pintura descolorida y el tejado medio derrumbado contaban una historia de abandono y miseria que jamás imaginó. El aire olía a polvo, yeso húmedo y al jazmín desolado que trepaba por la valla rota.

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Vestido con un impecable traje italiano —probablemente más caro que todo el bloque—, sostenía un pesado martillo demoledor en sus manos temblorosas. El sudor le perlaba la frente, no por el calor, sino por una mezcla de ira, culpa y ansiedad que le oprimía el pecho. Buscaba el coraje para lo que había venido a hacer, una demostración de fuerza que había ensayado mentalmente desde Madrid.

Fue entonces cuando la puerta desprendida se abrió con un crujido. Y ella apareció.

Gabriela.

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La mujer que había amado más que a su vida, la razón de su éxito y su miseria. Allí estaba, demasiado delgada, con ropa desgastada que le colgaba de su frágil figura. Sus ojos —esos ojos oscuros antaño llenos de risa y pasión— ahora estaban cansados, rodeados por noches de una lucha demasiado larga y solitaria.

Detrás de ella, dos niñas se escondían, asustadas, entre los pliegues de su falda. Observaban a este hombre con ropa elegante, con un extraño montón de herramientas en las manos, como si hubiera salido de una pesadilla.

—¿Qué haces aquí, Eduardo? —preguntó Gabriela. Su voz no era un susurro, sino un golpe seco, cargado de una mezcla de sorpresa, incredulidad y una ira antigua e inalterada.

No respondió de inmediato. Las palabras se le atascaron en la garganta. La imagen de ella, tan rota, tan distinta de la mujer que recordaba y, sin embargo, tan dolorosamente similar, lo desarmó. En lugar de hablar, levantó el martillo. El gesto fue casi automático, un acto de pura frustración vuelto contra sí mismo.

Comenzó a golpear la pared más dañada de la casa, la que amenazaba con derrumbarse sobre el porche.

El sordo golpe del metal contra el ladrillo resonó por todo el vecindario. Las palomas que anidaban bajo el techo arrancado se dispersaron presas del pánico. Las niñas gritaron y se aferraron aún más a su madre.

—¡¿Te has vuelto loco?! ¡Para! —gritó Gabriela, corriendo hacia él, intentando proteger lo poco que quedaba de ella.

—Estoy haciendo lo que debí haber hecho hace doce años —respondió Eduardo con voz ronca, sin dejar de golpear. Cada impacto era un golpe contra sí mismo, contra el cobarde que había sido—. Estoy reparando lo que rompí.

Gabriela intentó agarrarle el brazo, pero él era más fuerte. El martillo seguía cayendo, destrozando una pared ya medio derrumbada, mientras ella le gritaba que no necesitaba su caridad después de tanto tiempo.

—¡Caridad! —Eduardo se detuvo en seco. El repentino silencio fue casi tan estremecedor como el alboroto. La miró fijamente, con el pecho agitado—. ¿Crees que eso es caridad?

Soltó el martillo con estrépito. Se levantó polvo a sus pies. Se limpió la frente con un pañuelo de seda, manchándosela de tierra. Metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó un sobre grande y amarillento. Le temblaban las manos al entregarle los papeles.

—Sé lo del bebé, Gabriela. Siempre lo supe.

La sangre abandonó el rostro de Gabriela. Se puso blanca como una sábana, como si la hubieran abofeteado. Las dos niñas, preocupadas por el repentino silencio de su madre, preguntaron en voz baja quién era ese hombre y por qué lloraba mamá.

Eduardo se arrodilló sobre la tierra compacta, sin importarle salpicar agua en sus pantalones de miles de euros. Abrió lentamente el sobre y mostró antiguos exámenes e informes hospitalarios. Su nombre estaba sellado en cada página.

"Hace doce años, estabas embarazada. Y me fui como un cobarde."