La casa estuvo lista seis semanas después. Pequeña, pero acogedora y sólida. Tres dormitorios, un salón luminoso y una cocina donde por fin cabían todos.
El día de la mudanza, Eduardo estaba cargando el último mueble: el viejo colchón de Gabriela, destinado al contenedor de basura.
"Ahí está", dijo, secándose la frente.
"Es perfecto", dijo Gabriela con los ojos brillantes. Las niñas corrían de habitación en habitación, gritando de alegría.
—Entonces... ¿qué hacemos ahora? La obra está terminada —preguntó Eduardo.
Un nudo de pánico se apoderó de Gabriela. "¿Te... te vas a ir?"
"Te dije que dependía de ti. ¿Quieres que me vaya?"
—¡No! —gritaron al unísono Valeria e Isabel por el pasillo.
Gabriela respiró hondo. Miró a sus hijas, la casa que él había construido con sus propias manos, y luego a él. El hombre cubierto de yeso y sudor, que la miraba con más amor del que jamás había visto.
—No —dijo ella en voz baja—. No quiero que te vayas.
"¿Ni hoy? ¿Ni mañana?"
"Nunca."
—¡Mamá dijo que te quedarías para siempre! —tradujo Isabel, agarrándole la pierna.
Eduardo sonrió, una sonrisa que le iluminó el rostro. "Entonces, creo que me quedaré".
—¿Pero dónde duermes? —preguntó Valeria con pragmatismo—. Solo hay tres habitaciones: la nuestra y la de mamá.
Eduardo miró a Gabriela con una ceja arqueada.
Se sonrojó, pero no bajó la mirada. "Creo... creo que la habitación de mamá es lo suficientemente grande para dos".
Valeria sonrió triunfante. "Lo sabía. Te vas a volver a casar."
—Un día a la vez, hija mía —se rió Gabriela.
"Un día a la vez", repitió Eduardo abrazándola fuerte.
Seis meses después, se casaron en el pequeño patio de la nueva casa. Una ceremonia sencilla, con Guadalupe y algunos vecinos. Valeria e Isabel fueron damas de honor, vestidas igual.
Cuando el teniente de alcalde dijo: "Puedes besar a la novia", Isabel gritó: "¡Besos de mamá y papá!"
Y al besar a Gabriela, Eduardo supo que no solo había reparado una casa. Había reconstruido un hogar. Le había llevado doce años, un viaje de Madrid a la pobreza y de vuelta al amor, pero finalmente estaba donde debía estar. Había comprendido que el verdadero éxito no se mide en euros en una cuenta bancaria, sino por la fuerza de los muros que construyes alrededor de tus seres queridos.