—No. Me lo quedo para mi mujer.
—Entonces sal de mi piso. Ahora mismo.
Jean-Claude se marchó. Pasaron tres días sin noticias. Karine, inquieta, esperaba, pero no se atrevía a ir a buscarlo, sabiendo que él se había ido sin motivo aparente y que ella estaba esperando un hijo.
«Ni siquiera me llama», pensó. «Debe de estar en casa de su abuela Anne.»
Sophie, al contarle la historia a su hija, deformó los hechos: hizo creer que Jean-Claude la había humillado, pero nunca mencionó que le había pedido el dinero ni que lo había echado.
—Mamá, ¿me lo has contado todo?, ¿no me ocultas nada? —preguntó Karine, desconfiada.
—Hija mía, ¿por qué dudar de mi sinceridad? —replicó Sophie.
Al cuarto día, Karine decidió ir a casa de la abuela Anne. Informó a su madre:
—Me voy con Jean.
—¿Adónde?
—A casa de su abuela, tiene que estar allí.
—Si no se presenta, es que no le importas —soltó Sophie.
—Eso no es verdad, él no se iría así como así… Me estás ocultando algo.
Sophie se burló, recordándole a Karine que ahora Jean era la prioridad de su hija, no la suya.
Karine, con la mochila al hombro, salió del piso preguntándose qué le diría a su marido. Pensó que no debía comportarse como una niña mimada, que los reproches de su madre no podían dictar sus actos y que debía conservar la calma.
Al llegar a casa de Anne, fue recibida con un gesto triste. Se abrió la puerta y Jean-Claude estaba sentado a la mesa de la cocina, con una botellita de ginebra a medio vaciar delante. Karine, estupefacta, se quedó sin palabras.
Jean-Claude no pareció sorprenderse al verla. No estaba borracho, solo había bebido un trago, pero indicó con la cabeza la silla de enfrente. Karine se sentó, con el corazón encogido; las palabras que había preparado se desvanecieron.
«¿Qué diría mi madre si viera esta botella?», pensó, y luego murmuró:
—Jean, volvamos a casa.
—No —respondió él, en voz alta.
—¿Por qué?
—No quiero seguir viviendo con tu madre. Me dicta cada gesto, cada comida, hasta cómo respirar. Quiere que le entregue todo mi dinero, y me niego; nosotros formamos nuestra propia familia.
Karine comprendió que Sophie le había ocultado la verdad sobre la pelea.
—¿Y ahora? —preguntó.
—No lo sé —admitió Jean-Claude—. Quedémonos en casa de mi abuela.
—Pero necesitamos dinero, el bebé viene en camino, ¡nos hace falta de todo!
—Trabajo, puedo hacer muchas horas, me pagarán bien.
—Con mis estudios y tu trabajo, no podremos cubrir todas las necesidades del pequeño.
—No quiero volver a casa de mi suegra —insistió Jean-Claude.
—Entonces divorciémonos —soltó Karine, sorprendida por sus propias palabras.
—Si no quieres compartir mi vida, si no quieres renunciar al confort de tus padres, entonces quizá el divorcio sea la mejor solución —respondió él con frialdad.
Karine se levantó para irse, pero Anne la detuvo.
—Siéntate, hijita, no te precipites. He escuchado vuestra conversación, quiero ayudaros. No tienes por qué abandonar tus estudios, no tengo una fortuna, solo una pensión, pero compartiré lo que tengo. Puedo cuidar del bebé, cocinar, velar por vosotros. Pero, por favor, olvidad el divorcio. Volved a construir vuestro hogar juntos.
Karine aceptó. El confort de sus padres habría podido retenerla, pero el amor por su marido y el futuro del pequeño Antoine fueron más fuertes.
Jean observó cómo Karine aceptaba la propuesta y sintió que el corazón se le aflojaba. Ella sonrió al fin:
—Muy bien, me quedo, mi Jean.
Él la estrechó entre sus brazos, la colmó de besos; Anne sonreía, murmurando una oración.
Karine tuvo que enfrentarse a los insultos de su madre cuando fue a recoger sus cosas para irse de casa de los Léonide. Sophie, furiosa, creyó amenazarla con el hambre y la pobreza, pero Karine, con lágrimas en los ojos, murmuró:
—Es mi decisión, no voy a seguir viviendo bajo tu yugo.
Salió con el bolso en la mano, mientras las maldiciones de Sophie se escapaban detrás de ella.
«Dios mío, hasta mi madre me juzga», pensó Karine, aliviada por haber escapado de aquella trampa.
La vida de Jean y Karine se instaló en una paz sencilla en casa de Anne. Ella se encargó de la casa, Karine vivió un embarazo sereno y dio a luz a un hermoso Antoine. Anne, Jean y Karine eran muy felices. Sophie no los buscaba; el niño no le interesaba. El padre de Karine, discreto, llamaba a veces para pedir noticias; Karine le enviaba fotos y él se alegraba.
A los tres años, inscribieron a Antoine en la guardería, a pesar de que Anne sugería quedárselo en casa. Karine volvió a trabajar.
—Abuela, Antoine tiene que socializar, la guardería le ayudará a crecer, y tú podrás descansar —dijo riendo—. Ya queremos ir a por una niña —añadió, llena de esperanza.
Así, el respeto mutuo, la ayuda recíproca y la voluntad de elegir su propio camino permitieron que esta familia floreciera. La lección que queda es clara: la solidaridad y el respeto por los deseos de cada uno son los cimientos de una vida feliz.