Todos la rechazaron, la hija lisiada del coronel fue entregada al esclavo… y él le hizo esto

En el año 1863, en el pequeño pueblo de Perdigão, Minas Gerais, el coronel Francisco Alves da Silva era el hombre más poderoso de la región. Viudo y dueño de una próspera hacienda cafetera, tenía tres hijos, pero su mayor preocupación era su hija Isabel, de 22 años.

Isabel era una joven de hermoso rostro, expresivos ojos verdes y una inteligencia brillante. Había recibido la mejor educación, sabía leer, tocar el piano y hablaba francés. Sin embargo, había nacido con una deformidad en las piernas que la obligaba a usar muletas o una silla de ruedas importada de Europa. En la sociedad de aquella época, su condición la convertía en “defectuosa” e inadecuada para el matrimonio

El Coronel amaba a su hija, pero también estaba desesperado por verla casada. Ofrecía dotes generosos, tierras y dinero a los hijos de otros ricos hacendados. Uno tras otro, todos los pretendientes la rechazaban. No querían una esposa “lisiada”, sin importar cuán rica o culta fuera.

Cada rechazo hundía más a Isabel en la tristeza, y al Coronel en la furia. Una noche, borracho de cachaça y amargura tras la decimoquinta negativa, el Coronel tomó una decisión perversa, nacida del despecho. Si ningún hombre libre y rico la quería, la entregaría al esclavo más humilde de su hacienda. Sería una forma de castigar a la sociedad hipócrita y, quizás, de asegurarse de que al menos no muriera sola.

Al día siguiente, mandó llamar a su capataz y preguntó por el esclavo más confiable. La respuesta fue unánime: Miguel, un carpintero de 30 años

Miguel era un hombre alto y fuerte, de manos callosas y ojos gentiles. Había nacido libre, hijo de un carpintero y una costurera, pero a los 22 años fue secuestrado por bandidos y vendido como esclavo, terminando en la hacienda del Coronel Francisco. A pesar de su tragedia, conservaba una bondad innata.

El Coronel ordenó a Miguel presentarse en su despacho. “Cuidarás de mi hija, Isabel”, le dijo sin rodeos. “Vivirás con ella en la casa pequeña del fondo. Serás responsable de su bienestar. Si la tratas sin respeto, desearás no haber nacido”.

Miguel estaba aterrado. Isabel estaba horrorizada. Para ella, era la humillación final: ser impuesta a un hombre que estaba forzado a aceptarla

La primera semana en la casita fue de un silencio incómodo. Isabel miraba a Miguel con frialdad, y él se movía con respeto temeroso. Pero Miguel no la miraba con la lástima que ella tanto odiaba. Preparaba sus comidas, limpiaba la casa y, cuando ella necesitaba ayuda para moverse, siempre pedía permiso antes de tocarla.

Lentamente, Isabel empezó a notar que Miguel no la miraba con compasión, sino con dignidad. Él no veía sus piernas, sino sus ojos

Un día, Isabel intentaba alcanzar un libro en un estante alto. Miguel, en lugar de tomarlo por ella, le preguntó cuál quería. Después de dárselo, preguntó: "¿Querría la señorita que reorganice los libros en estantes más bajos para que pueda alcanzarlos?".