Un niño de 12 años, descalzo, se zambulló en el río para salvar a un hombre con un traje costoso, sin sospechar su verdadera identidad. Lo que este hombre hizo después dejó a toda la ciudad sin palabras.

El niño a la orilla del río

Cuando Aurelio, de doce años, vio a un hombre con un traje costoso caer al río, no sospechaba que su gesto de valentía cambiaría no solo la vida del millonario más poderoso de la ciudad, sino también la suya, para siempre.

El sol del mediodía abrasaba Ciudad de Esperanza, envolviendo la ciudad en calor y polvo. A la orilla del agua, un niño descalzo llamado Aurelio Mendoza caminaba por el sendero agrietado, con un saco de arpillera colgado del hombro. No buscaba problemas, solo botellas vacías para vender por unas pocas monedas.

Su camisa estaba rota, su piel curtida por largos días bajo el sol, y su rostro tenía rastros de polvo. Pero en sus ojos oscuros brillaba una chispa que la pobreza no podía apagar: una fuerza tranquila que su abuela, Esperanza, siempre había admirado.

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Hacía tres meses que ella se había ido. Tres meses que Aurelio dormía en bancos públicos, comía sobras y aprendía a sobrevivir según sus propias reglas.

«Mi hijo», decía su abuela, «ser pobre nunca es excusa para perder la dignidad. Siempre hay una forma honesta de ganarse el pan».

Esas palabras se habían convertido en su brújula.

Un día como cualquier otro

Esa tarde, el río fluía lentamente, su superficie brillando bajo el sol implacable. Aurelio se agachó cerca de la orilla para agarrar una botella atrapada entre los juncos. Tarareaba una de las canciones de cocina de su abuela, una melodía suave y familiar.

Un ruido repentino rompió la calma: gritos de pánico.

Aurelio levantó la vista y vio una multitud cerca del puente. Los dedos señalaban el agua. Un hombre con traje oscuro luchaba, chapoteando a ciegas. La corriente no era fuerte, pero él no sabía nadar. Sus zapatos de charol brillaron una vez antes de que el agua fangosa se lo tragara.

La gente gritaba, pero nadie se movía. Algunos sacaban sus teléfonos. Otros se quedaban paralizados.

Sin dudarlo, Aurelio soltó su saco y echó a correr.

La zambullida