Unas semanas más tarde, Vargas contó su historia en televisión. Admitió que caminaba solo por el puente, ahogado en pensamientos de pérdida y traición. Su empresa se tambaleaba. Algunos amigos se habían alejado. Ya no veía sentido a su éxito.
«No estaba prestando atención», confesó en voz baja. «Estaba listo para dejarlo todo. Y este niño, este valiente niño, saltó sin pensarlo».
Hizo una pausa, con la mirada perdida. «Quizás no fue una casualidad. Quizás Dios me lo envió».
Un nuevo comienzo
La vida de Aurelio cambió rápidamente. La Fundación Vargas le encontró un pequeño apartamento y lo inscribió en la escuela por primera vez en años. Al principio, fue extraño —sentarse en un aula en lugar de recoger botellas— pero aprendió rápido.
Los profesores lo describieron como curioso, educado y lleno de potencial. «Tiene madera de líder», dijo uno de ellos.
Cuando le preguntaban sobre el rescate, Aurelio simplemente sonreía: «Cualquiera habría hecho lo mismo».
Pero todo el mundo sabía que no.
Una promesa cumplida
Meses después, Don Alberto Vargas organizó una ceremonia pública para anunciar un nuevo programa de becas para niños desfavorecidos. Lo llamó Programa Esperanza, en honor a la abuela de Aurelio.
En el escenario, Aurelio tomó la palabra con voz suave pero firme:
«Mi abuela decía que la dignidad vale más que el oro. Hoy, por fin entiendo lo que quería decir».
La multitud se puso de pie mientras Vargas ponía una mano sobre el hombro del niño. «Me salvaste la vida, Aurelio», le susurró. «Ahora, salvemos otras, juntos».
El niño y el río
Pasaron los años, pero los habitantes de Ciudad de Esperanza nunca olvidaron al niño descalzo que se había lanzado al río. Se decía que, ese día, el propio río había cambiado: sus aguas, antes opacas y olvidadas, brillaban con un nuevo sentido.
Aurelio se convirtió en ingeniero, uno de los primeros graduados del Programa Esperanza. Su empresa construyó viviendas asequibles para familias que, en otro tiempo, vivían como él: con poco, salvo la esperanza.
A veces, regresaba a la misma orilla donde todo había comenzado. La luz danzaba sobre el agua tranquila, y él sonreía en silencio.
«Ese día, no salvé a un millonario», le confesó un día a un periodista. «Salvé a un hombre, y él me salvó a mí también».
En el corazón de una ciudad que alguna vez lo había ignorado, el nombre de Aurelio Mendoza se convirtió en más que una historia.
Se convirtió en un recordatorio: el coraje, por modesto y descalzo que sea, puede desviar el curso del destino.