Para el mediodía, los reporteros se reunieron fuera del juzgado. Las redes sociales estallaron con indignación y simpatía a partes iguales. Pero el juez Samuel Carter no se quedó para ver nada de eso; no cuando el chico en el centro de todo todavía no tenía un lugar seguro adonde ir.
Después de desestimar la audiencia, invitó a Liam y a la defensora pública, la Sra. Jordan, a su despacho.
El chico se sentó rígidamente en la silla de cuero, con las manos entrelazadas entre las rodillas. “¿Estoy… todavía en problemas?”, preguntó suavemente.
“No, hijo”, dijo Carter. “No lo estás”.
Pero al mirarlo —los jeans rotos, el cabello ralo, la preocupación grabada demasiado profundamente para un niño— se dio cuenta de algo horrible: Liam esperaba castigo. No ayuda. Porque eso es todo lo que la vida le había enseñado.
“Cuéntame sobre tu madre”, dijo Carter.
“Ha estado enferma durante semanas”, dijo Liam. “Traté de llevarla a una clínica, pero se desmayó anoche. No sé qué hacer”.
La Sra. Jordan intervino suavemente. “Su Señoría, el informe de los paramédicos de anoche dice que su madre rechazó el transporte. Deberíamos intentarlo de nuevo”.
Carter asintió. “Vamos a ver cómo está. Ahora”.
Condujeron hasta el Parque de Remolques Riverside, una comunidad en el borde de la ciudad donde la pobreza se aferraba a cada porche como polvo. Liam los llevó a un pequeño remolque oxidado.
Adentro, una mujer yacía en un sofá hundido, pálida y sudorosa.
“¿Mamá?”. Liam se arrodilló a su lado.
Ella abrió los ojos débilmente. “Liam… lo siento…”.
Carter dio un paso adelante. “Señora, mi nombre es Juez Carter. Estamos aquí para ayudar”.
Ella trató de sentarse, haciendo una mueca de dolor. “No necesito caridad”.
“No es caridad”, dijo Carter con firmeza. “Es responsabilidad. Nuestra responsabilidad”.
Ella rompió a llorar; el tipo de llanto que proviene del agotamiento, no de la emoción.
“Perdí mi trabajo el mes pasado”, susurró. “No podía pagar la medicina. Liam seguía diciendo que encontraría comida… No sabía que se refería a…”.
Liam negó con la cabeza. “Lo siento, mamá”.
La mandíbula de Carter se tensó. Esto no era delincuencia. Esto era supervivencia.
Llamó a los servicios de emergencia nuevamente, y esta vez, con Carter y un defensor designado por la corte presentes, ella no rechazó el transporte. Mientras la subían a la camilla, agarró débilmente la mano de Carter.
“Gracias”, susurró.