Desde ese día, la pequeña casa de techo de hojalata volvió a llenarse de risas infantiles.
Los niños comenzaron a llamarla “mamá” de forma natural, sin dudarlo.
Les enseñó a leer y escribir, les cocinaba, los llevaba de la mano a la escuela, y ahorraba cada centavo de su modesto salario para criarlos con dignidad.
Hubo ocasiones en que uno de los niños enfermó gravemente, y tuvo que llevarlo al hospital del distrito.
Para pagar las facturas, vendió unos pendientes que había heredado de su madre.
El año que Teo reprobó el examen de ingreso a la universidad, se sintió derrotado y quiso rendirse.
Esa noche, ella se sentó a su lado, lo abrazó y le susurró:
— “No necesito que seas mejor que nadie. Solo necesito que no te rindas.”
Con el tiempo, el hermano mayor estudió medicina.
El menor estudió economía.
Ambos trabajaron duro para estar a la altura de los sacrificios de su madre.
Mientras estudiaban lejos de casa, se turnaban para enviarle pequeñas cantidades de dinero de sus becas — poco, pero con mucho amor.