Una mujer mayor ciega me pidió que la acompañara a su casa; al día siguiente sus hijos aparecieron en mi puerta con la policía.

Comenzó como una mañana cualquiera: una tranquila despedida de mi padre en el cementerio. Pero al día siguiente, me encontré sentada en la comisaría, acusada de un delito que no cometí. Todo por mi amable gesto hacia una anciana ciega.

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El dolor tiene la capacidad de ralentizar el tiempo. Los días parecen convertirse en semanas, pero cada recuerdo arde como una cuchilla. Habían pasado seis meses desde que perdí a mi padre, y aunque la vida seguía, el dolor persistía. Encontraba consuelo visitando su tumba cada semana, diciéndole cosas que ya no podía decirle en persona.

Esa mañana, el aire era fresco, una ligera brisa mecía las hojas de los altos robles del cementerio. Me quedé junto a su tumba, sosteniendo un ramo de lirios blancos, sus flores favoritas.

“Adiós, papá”, susurré, secándome una lágrima.

Al girarme para alejarme, vi una figura frágil a unas pocas filas de distancia, cerca de una tumba recién cavada. Una anciana ciega, vestida con un sencillo vestido negro, sostenía con fuerza un bastón blanco. Sus gafas oscuras le ocultaban los ojos, pero la curva de sus hombros lo decía todo.

“Disculpe, señora”, dije en voz baja al acercarme. “¿Necesita ayuda?”

Volvió la cabeza hacia mí, con una leve sonrisa en los labios. “Oh, gracias, querida. Le agradecería mucho que me acompañara a casa. Se suponía que mis hijos vendrían a buscarme, pero creo que se olvidaron de mí”.

Una oleada de ira me invadió por ella. ¿Quién abandona a una madre ciega en un cementerio? “Por supuesto”, respondí. “Sería un placer ayudarla”.

Caminamos por las calles silenciosas; ella se presentó como Kira. Su esposo, Samuel, había fallecido unos días antes.

“Lo era todo para mí”, dijo con voz temblorosa. “Estuvimos casados ​​durante cuarenta y dos años. Perderlo…” Su voz se fue apagando, abrumada por el peso de su dolor.

La rodeé con el brazo con suavidad. “Siento mucho su pérdida”.

“Ni siquiera se quedaron conmigo en el cementerio”, continuó con amargura. “Mis hijos, Ethan y Mark. Dijeron que volverían en treinta minutos, pero esperé dos horas. Samuel siempre decía que me destrozarían, pero no quería creerlo”.

Sus palabras sugerían una profunda fractura, pero no indagué más.